Roberto Fontanarrosa
Tu esposa le ha comprado cientos de nuevas camisetas,
algunas de ellas con estampados jubilosos, alegres, juveniles. Tu hijo, sin
embargo, se empecina en usar siempre la misma camiseta negra, arrugada, con el
estampado en blanco de un cocodrilo del Ganges, con la que ha dormido las
últimas nueve noches. Ahora mismo, mientras lo miras durmiendo despatarrado
sobre la cama que ya le queda chica, adviertes que sus piernas, esas mismas
piernas que, cuando bebé, eran cortas extremidades rollizas, infladas, rosáceas
y regordetas son, de pronto, largas piernas huesudas que, en sectores, muestran
una granulosidad plena de canutos similar a la de la piel de los pollos
congelados. Y en otras zonas unos enormes, largos y negros pelos simiescos que
confieren a tu hijo una apariencia silvestre. Su piel, por otra parte, en estos
momentos, ya no es más la tersa y suave que tanto te gustaba tocar cuando no
tenía más de 9 años. Tu hijo está viviendo una explosión hormonal, sus
glándulas sebáceas se han declarado en estado de alerta máxima, y revientan,
especialmente
sobre la superficie de su rostro, centenares de nuevos
granos amarillentos, cerúleos y purulentos.
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