Yo caí en la droga a los 18 años. Mentiría si digo que por ese
entonces tenía algún problema familiar complicado, o sensaciones de
disconformidad o rebeldía. Pero sentía, sí, muchas veces cuando estaba en mi
casa con mi familia, con mis padres, una sensación de ahogo, de falta de aire.
Recuerdo que fue mi hermano mayor, Miguel, el que me inició en la
cosa, y sinceramente, no sé si condenarlo o no, por esa causa. Éramos muy
unidos con Miguel y yo sé positivamente, que todo lo que él hacía por mí lo
hacía por mi bien.
Una tarde de lluvia yo estaba en mi habitación y sentía de nuevo esa
particular sensación de asfixia. Yo creo, lo he creído siempre, que la especial
sobreprotección a la que me sometían mis padres por ser el más chico, no
influía en eso. Todos los límites, todas las prohibiciones, toda la enfermiza
atención que, especialmente mi madre, depositaba sobre mí, no influía en mi
casi permanente ahogo. La cuestión es que Miguel se asomó por la puerta de mi
pieza y me llamó. “Vení” me dijo, y me llevó para su pieza. Cuando entramos,
cerró la puerta y fue hasta uno de los cajones de su cómoda, lo recuerdo bien.
Buscó bajo unos papeles, algunas carpetas (Miguel guardaba recortes de carreras
de caballos, siempre le gustaron) y sacó un pequeño gotero plástico, color
verde claro tapado con una tapa blanca estriada. “Date con esto” me indicó,
mientras me lo alcanzaba. Yo, algo desconfiado, fui al baño y me largué un buen
chorro en la fosa derecha de la nariz y enseguida otro en la fosa izquierda.
Primero no experimenté ninguna sensación. Quedé, eso sí, con la cara hacia
arriba, mirando el techo, cerca de un minuto. No pasaba nada. Cuando bajé la
vista hasta enfrentarla con el espejo del botiquín, una gota resbaló desde la nariz
casi hasta la boca. Pero el resto de la dosis ya se había metido hacia adentro.
Fui a mi habitación algo desilusionado, lo reconozco, y me senté a
esperar. Puse música. No pasaba nada. Seguía sintiéndome embotado, algo me
presionaba los tímpanos desde adentro y respiraba dificultosamente por la boca.
Mientras esperaba leí las pequeñas letras negras impresas en el gotero: “Lidil
adultos” decía. Me dio bronca. Me acosté en mi cama y me zampé dos buenos
chorros de nuevo. Cerré los ojos y esperé. Me acuerdo que había puesto
“Pirámide” de Pink Floyd. Y de repente, sucedió.
Algo se perforó, en algún lugar de la membrana mucosa comenzó a
abrirse un agujero, un canal y por primera vez después de largos días una
porción de aire helado me refrescó la garganta. Creo que fue una de las
sensaciones más hermosas de mi vida, y eso que yo viví el Mundial.
Me mantuve en éxtasis, tirado en la cama y sólo me levanté para dar
vuelta el longplay de Pink Floyd un par de veces. Me daba la impresión que los
pulmones podían llegar a reventar y hasta el cerebro se me antojaba despejado y
lúcido, cosa extraña, dado que ésas no parecen ser sus características
habituales, según mi padre. Y fue mi padre el que entró en la habitación y me
encontró así, con los ojos llorosos. Tuve que decirle que la música me ponía
así. Me apagó el tocadiscos, pero no me dijo ni sospechó nada.
De allí en más, nunca salí a la calle sin mi gotero de “Lidil 10”.
Tampoco podía conciliar el sueño si el pequeño bidoncito verdoso no
estaba detrás del reloj en mi mesa de luz. Me invadía una sensación de paz, de
regocijo, tener la certeza de que, aún en la oscuridad, podía estirar la mano y
tocarlo. Hubo noches en que me lo olvidé en el baño, creo que fue en mis épocas
de exámenes, cuando yo tenía la cabeza en otra cosa. Recuerdo haberme levantado
en noches de invierno, y haber cruzado el patio descalzo, sintiendo el hielo
que me trepaba hasta las rodillas, para recuperar el gotero olvidado en el
botiquín del baño. La perspectiva de pescarme un resfrío me alegraba aún más ya
que eso me obligaría darme permanentemente dosis de “Lidil”. Cuando regresaba a
mi cama y devolvía el gotero a su puesto de custodia tras el reloj, me dormía
como si estuviese protegido por el ángel de la guarda. Creo que desde que
estudiaba el catecismo para tomar la primera comunión no experimentaba
sensación de beatitud similar.
La que me convenció de saltar al “Dísel” fue Leonor. Era una chica que
conocí estudiando inglés en la Cultural. Parece mentira pero los jóvenes que van
a esos centros de estudios superiores son los que más fácilmente caen en la
cosa. Como los de las clases muy acomodadas. Será por el aire acondicionado.
Con Leonor habíamos ido un día a tomar un café después de la clase y
ella se obstinó en explicarme el real significado de la palabra “enough”. Yo
accedí porque tenía el secreto propósito de llevármela a la cama. Pero ese día
yo había olvidado mi gotero de Lidil y ella notó mi nerviosismo cuando yo metí
un pie en su té con limón. Tuve que explicarle mi problema (por otra parte yo
respiraba con una dificultad tan angustiosa que a duras penas pude disuadirla
de que me hiciera respiración boca a boca). Ella sonrió, sacó de su bolsón un
frasquito y me dijo: “Anda al baño y date con esto”. Y me dio el Dísel. Nunca
más volví a probar el Lidil. El Dísel me perforó la tráquea como una catarata
de ácido. Fue hermoso. Cuando salí del baño aún el efecto de esas gotas me
hacía contraer todos los músculos de la cara en visajes y tics de lo más
extraños y me saltaban lágrimas de los ojos.
Pero al poco tiempo el Dísel me resultaba poco fuerte. A pesar de que
tenía la garganta como una lija y las raíces de mis incipientes bigotes se
habían quemado como pasto tras la escarcha, mi membrana nasal me pedía, me
rogaba por algo más virulento.
Una tarde, desesperado, me metí en una farmacia a pedir algo que me
calmase. Me echaron, porque la farmacia estaba de turno y yo había atravesado
la puerta de cristal destruyéndola. Cómo sería mi ansiedad que no me había dado
cuenta de eso. Allí me asusté por primera vez; podía haberme cortado. Pero no
fue todo mala suerte, el cadete de la farmacia me había visto y seguramente se
había percatado de mi aspecto de desesperado y mis labios resquebrajados. No
había caminado dos cuadras cuando estuvo a mi lado, con la bicicleta de
reparto. Empezó por ofrecerme manteca de cacao para los labios, me dijo que
estaban haciendo una promoción.
Pero luego me ofreció un “activo descongestivo rinofaríngeo” e hizo
brillar bajo mis ojos un frasco de “Renevadrón 101 Mayores”. Ni sé cuánto me
cobró. Pero creo que después de eso se compró una moto. Me pegué con el
“Renevadrón” y comprendí que todo lo que había consumido antes era juego de
niños. Sentí como si me aspirasen las entrañas, como si me dieran vuelta con
los intestinos hacia afuera. Me parecía tener el doble de capacidad pulmonar y
flotar en el aire como un globo. El aire que penetraba en turbión por mis
fosas, entraba como chiflete por la tráquea y ésta, sensibilizada, respondía
con una picazón que me hacía carraspear como un camello. También tosía. Pero la
sensación era fenomenal.
Llegué a consumir 22 frasquitos de “Renevadrón” por día. Hubo noches
en que llegué a sacar el cuentagotas cobertor y me mandaba el líquido así
nomás, salvaje por la nariz. Pasé meses alucinado, buscando un pomo de goma,
que mi hermano mayor (no Miguel, sino Antonio) guardaba de antiguos carnavales.
Por suerte se le había podrido la goma un día que lo dejó al sol y no servía.
Ahora pienso lo terrible que hubiese sido si me hubiese sido factible esa
disciplina.
Todo se descubrió un día en que se me había terminado el “Renevadrón”
y ni siquiera tenía un pañuelo limpio cerca. Recordé que un médico me había
dicho que el jugo de naranja era un buen paliativo para los procesos de
resfríos. Exprimí una docena de naranjas y con una sonda me la di por las fosas
nasales. Eso es lo último que recuerdo. Después vino el tratamiento, las
lavativas y todo eso. Ahora lo cuento con cierta objetividad, pero cuando
recuerdo aquellas épocas, no puedo menos que estremecerme. Hubo algunos que no
tuvieron tanta suerte como yo. Como el caso de un amigo que llamaré Jorge para
no hacer conocer su verdadero nombre, que empezó con las gotas nasales y
terminó haciéndose la cirugía estética en la nariz. Ahora se ha alejado de la droga
pero parece Elizabeth Taylor con el físico de Richard Burton.
O el triste final de Jorge II (tampoco es su nombre verdadero pero no
se me ocurre otro nombre supuesto) quien comenzó combatiendo el resfrío con
pastillas anticongestivas. Luego se sumergió en el terrible mundo de las
“Sen-Sen”, pasó a las de eucaliptus y ahora los masticables le han hecho
pedazos la dentadura.
Yo al menos, pude rehacer mi vida y enfrentar el futuro con cierta
seguridad y solvencia. Eso sí, sigo resfriado.
"El mundo ha vivido equivocado"
Por Roberto Fontanarrosa