La joven
Los domingos en casa era todo a media marcha,
en invierno se disfrutaba más el solcito en la galería y después del asado por ahí me
tironeaba alguna imagen y como ese era mi rancho natal, había mucho para ver.
Una de esas tardes viniendo del fondo me
pareció verlos, al volver a pasar sellé la imagen, y en la cocina la terminé de
vislumbrar: Estaban los dos en el piso de mosaico sobre una especie de frazadita, ella se
apoyaba un tanto sobre la pared, 20 años tendría la joven, una antigua malla negra
resaltaba su blancura, no le quitaba los ojos al pequeño y le jugaba amorosamente mientras él le mamaba
un pecho. De que manera miraba ese bebe a su mamá y ella al él!!, parecía que el
mundo y sus cosas no tenían importancia. El divino ensamble, la fusión inmaculada. Se
había detenido el tiempo a propósito por ellos.
Y mirándolos ¿Quién podría decir que las
manecillas seguían girando?
Era muy chica para comprender lo que ocurría,
pero muy madura para disfrutarlo, le sacaba de la boca el pezón unos segundos,
jugando, cuando el bebe comenzaba una rabieta, ella le hacía jueguitos, o lo alzaba
con su brazo libre y le mordizqueaba la panza, haciéndolo reír. Cuándo él ya no
reclamaba, ella, le volvía a dar su teta, acariciándole la cabecita de finos y
tersos pelillos, pensando quién sabe, que no quisiera que crezca, que siempre fuera su niño y que
ella siempre lo pudiera cuidar.
Era bella y joven la mujer, bello y fuerte el
crío, de la belleza que se envidia, que molesta, que se quisiera robar, aún más cuando él se
alimentaba y ella daba de alimentar, como en un círculo completo e independiente
donde nadie pudiera entrar, donde nos tocaría mirar, y con el mayor de nuestros
silencios, el privilegio de espectar.
Sabio Jorge Diaz Walker cuando dice
que todo lo que el joven necesita en sus primeros tiempos por esa templada vía va, si
no había más que mirarlo chupando, los ojos fijos en mamá, la manito tomando su dedo
índice y esa garganta, sonando a saciedad.
Eran dos privilegiados seres inmersos
en un amor incondicional usurpando un espacio de mi galería (que quizás en realidad aún hoy
les pertenece) especialmente iluminado por el sol, sin prestarle atención a
nada, excepto a ellos mismos.
Después de un rato y de unos buenos amargos
que me solía dar la cocina de vez en cuando, no quise asomarme por la ventana y ver
la galería, por si acaso no estuvieran ya más ahí, en el piso felices. Y cuando tuve
que pasar, con destino al fondo, miré para otro lado, con tal de no romper el hechizo. Cuando
vino la noche, sí miré aquel rincón de la galería, donde ya no habitaban esos dos,
y terminé (para mi consuelo) asociando aquella imagen solo con el día,
y mejor aún, con la luz del sol.
Promediando la jornada de trabajo semanal pasé a saludar a mi madre y le
describí lo mejor que pude la imagen, cuando la estaba
terminando de detallar ella se levantó de la mesa y se apartó por unos minutos, yo,
impaciente caminé de un lado al otro el pasillo preguntándole si se encontraba bien,
al volver, sin percatarse de mí, secó sus ojos con el delantal de cocina que todavía llevaba
prendido.
No hice más que preguntarle ¿Ma, lo
nuestro fue maravilloso no?. Ella tomó fuerte mi mano y mirándome a los ojos dijo: Si hijo
mío, lo nuestro siempre será maravilloso!
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